miércoles, 11 de noviembre de 2009

Turrón de Navidad

Nos levantamos tardísimo, todavía agotados por el viaje. Salimos del cuarto y empezamos a caminar, a tientas, por el pasillo gris. Íbamos adivinando los añejos muebles que, como enormes animales, nos acechaban en la naciente sombra del crepúsculo. Agarrados de la mano nos dejamos guiar por la multitud ruidosa que, en el comedor, hacía chistes acerca de nuestra prolongadísima siesta.

De pronto, tras varios vivas y aplausos, empezó a sonar una aporreada cumparsita bajo las manos de la tía Orfilia que castigaba con entusiasmo la riente boca del Neumann.

—PRR RAPAPAPA PA PAPAPA… PRRRAPAPAPA PA PA PA PA… —coreaban con frenesí los cantantes.

Me imaginé que el aperitivo habría empezado temprano y tuve ganas de curiosear un poco antes de sumarme al jolgorio. Juan, que no conocía a nadie y estaba un poco cohibido, se me plegó de buen grado. Corrimos a escondernos a la sombra del monstruoso ropero de roble que descansaba pegado a la puerta. Desde allí dominábamos el comedor.
Vimos que todas las luces estaban apagadas, a excepción de las rojiverdes del arbolito de Navidad. Un par de velas, alojadas en candelabros de metal bruñido, tiraban su leve luz sobre el piano negrísimo.


Todos —como si hubiera pasado un ángel— habían dejado de cantar y estaban otra vez sentados alrededor de la mesa, tomando, en pensativo silencio, el vermouth con hielo recién servido, en aquellos vasos labrados que ya casi había olvidado.

Se me llenaron los ojos de lágrimas al ver a la laboriosa tía Orfilia repitiendo la ceremonia de cortar y disponer el pan dulce, las avellanas y, en platitos de distinto color, el turrón blando y el duro. La nostalgia de la infancia se me subió a la garganta: nos vi sentados en el piso, entre las patas de la mesa, royendo de a granos el turrón para niños, aquel que los abuelos no podían ni tocar porque ponía en peligro sus debilitadas dentaduras.

La emoción debió flotar por la casa, porque cuando volví de mi tiempo perdido todos hablaban entre susurros y en la cabecera la abuela lloraba en silencio. Me pareció oír la voz de mi padre «No te impresiones, las personas cuando son muy viejitas se emocionan… y lloran, así, fácil… sin querer…». Y me amparé en el abrazo de Juan.

Permanecí ahí hasta que necesité quebrar el silencio y entré en el comedor, prendiendo luces y arrastrando a mi nuevo novio de la mano, justo para ver cómo caía la abuela, suavemente, hacia delante, sobre el plato de turrón.

Todos se volvieron al unísono y con serenidad la llevaron a la cama, donde durmió su último sueño.

Aunque el clima era de tristeza nadie lloró.

—Era cuestión de horas —me explicó la siempre práctica Orfilia, su hermana menor—. No te avisamos antes porque pensamos que no podrías adelantar el vuelo.

7 comentarios:

  1. Muy bien Ceci, lo subiste al toque! Me gustó mucho y me río cada vez que recuerdo los comentarios que hicimos en el taller!

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  2. Me dan ternura los relatos en que estan presentes los abuelos, sean nuestros o simplemente abuelos.. y eso que te decia tu papá es tal cual, ellos siempre se emocionan, porque la emocion crece con nosotros.
    Muy lindas imagenes
    besos

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  3. muchas gracias por leer, y por los comentarios, besos

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  4. No conocía este Ceci, la familia es todo y me emocionó mucho, aunque como lo escribis también tiene tu toque...
    No escuché los comentarios del taller, evidentemente no estaba!!!
    Besos y que bueno que publiques!!!!
    Me encanta leerte!!

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  5. muchas gracias Laurel!!! qué bueno saber de vos, tantos días... te extrañamos... besos

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  6. Te doy mis felicitaciones por este blog tan bueno! sinceramente no lo conocía, lo pongo en favoritos ahora mismo.

    Un saludo
    Enrique

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  7. Muchas gracias, Enrique!!!
    Espero pronto seguir posteando...
    Saludos

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