martes, 15 de septiembre de 2009

tras la presa


La mañana está fresca pero limpia. El viento del mar acaba de correr las últimas nubes. El sol brillante condensa las minúsculas gotas de rocío que perlean el pasto verdísimo. Yo camino —con las manos en los bolsillos y la tibia bufanda de lana tapándome casi la totalidad de la cara— pisando los frescos y crujientes tréboles del campo. Me felicito por haberme puesto botas de goma, de lo contrario mis pies estarían empapados.
Llego hasta el borde del acantilado y respiro hondo, muy hondo. En las narinas me duele el aire invernal, pero no dejo que me amedrente. Lo que sí me asusta es el abismo, no oso mirar hacia abajo por miedo a la tentación de Thánathos.
Me alejo del peligro y busco a mi caballo, que está aprovechando su rato de libertad para trotar en la hondonada. Su negro pelaje brilla como recién lustrado y su crin se sacude al ritmo del movimiento. Veo como a cada uno de sus contundentes pasos saltan cientos de gotas de agua —pequeños tornasoles brillantes— y mínimas partículas de polvo provenientes de la tierra.
Monturo responde con un corto galope a mi agudo silbido. Lo trepo con relativa facilidad aunque es un animal muy grande.
Entonces la veo. Es tal como me gustan: gorda pero ágil, bella.
Me mira con esos ojos pardos y profundos que transmiten toda una vida de salvaje y feliz contacto con la naturaleza.
Me digo que tiene que ser mía, como es mío todo lo que está al alcance de mi vista.
Ella parece adivinarlo porque se echa a correr. Animado la sigo en alocada carrera hasta que nos internamos en el bosque sombrío y espeso. Las ramas de los pinos hieren mi rostro.
Me distraigo un instante y la pierdo.
No es posible que haya logrado escabullirse pensamos mi cabalgadura y yo, que hace rato somos uno.
Miro a todos los rincones imaginando su tierna y delicada piel entre mis manos. Pero no la veo.
Contrariado dejo a Monturo al borde de un estanque para que satisfaga su sed, que imagino urgente, y me alejo en su busca solo. Doy largas zanca
das resoplando, con el pasto a la altura de las rodillas mojándome los pantalones, hasta que cabizbajo decido volver.
El equino en su instintiva comprensión parece adivinar mi tristeza.
—Vamos —le digo— mi padre no va a creer que casi llevo liebre para la cena.

sábado, 5 de septiembre de 2009

"nosotros... que nos quisimos tanto..."


Caminamos lentamente por la ancha vereda de adoquines, respirando hondo el aire caliente plagado de enredaderas de jazmín de Hungría que coronan los muros. Nuestros ojos se cuelan entre las rejas de las viejas casas señoriales y los edificios fastuosos, atraídos por la belleza de los jardines donde a veces Natura no está tan domesticada. Nos detenemos especialmente en los más sombríos —que a mí siempre me encantaron— y nuestras narices ávidas corren libremente tras las plantas de alucema y madreselva que me llevan en momentáneo viaje a la infancia. Muchas veces tenemos que irnos, enceguecidos por algún foco antivandálico que se activa al sentir nuestra mirada intrusa. La noche está deliciosa, con esa luna naranja que todavía no se despegó de la atmósfera. En la avenida de luces amarillas, escasa pero muy velozmente transitada por deportivos lujosos, somos los únicos que andamos a pie.

Es la primera vez, en cuatro años de matrimonio, que vamos a tener una cena como esta, afuera, afuera. De la ciudad, del país y fundamentalmente de los bebés. Lucas eligió el restaurante que, me dijo, había tenido que reservar con dos semanas de anticipación. Me prometió que iba a valer la pena.

Estoy emocionada como una chiquilina. Ansiosa, empecé a pintarme dos horas antes y, como siempre, no logré estar lista a tiempo. Terminé a las corridas, saltando en el vaporizador del perfume, cuando ya el ascensor estaba abierto, esperándome.

Me puse el vestido negro de seda y unos zapatos rojos de taco aguja que compré esta tarde. En el cuello, el collar de perlas que me regaló Lucas para nuestro primer aniversario. Debí ser supersticiosa: las perlas son lágrimas. Solo deberían estar bien guardadas donde les corresponde: en el fondo del mar.

Pero de nada sirve lamentarse.

Apenas consigo caminar, me bamboleo y fuerzo mis tobillos para que no se note, como solo me pasó en los primeros cumpleaños de quince. Claro, ahora, después de los trillizos, peso veinte kilos más!!! Y hace más de dos años que no calzo otra cosa que zapatillas en invierno y ojotas en verano. Por suerte Lucas me lleva del brazo, firme y amorosamente me sostiene. Ya me duele el arco del pie y tengo ampollas en los talones, pero precavida, como siempre, guardé unas cuantas curitas en la cartera.

Llegamos al lugar: un edificio imponente al que se accede por una negra escalinata brillante; coronando el último piso, una cúpula de vidrio. Lucas lo señala: allí es el restaurante.

Al verlo se me aflojan las rodillas y endurece la boca del estómago.

—¿Vos estás seguro que vamos a poder pagar una cena acá?

—No te preocupes, mi amor —me contesta con una lacónica sonrisa.

Subimos la interminable escalera de resbaladizo mármol y entramos. En el hall, una mullida alfombra roja proporciona a mis pies castigados una inesperada estabilidad y alivio que disfruto enormemente, aunque —pese a que lo deseo con toda mi alma— no me atrevo a descalzarme.

Abrazo a mi marido, suspirando de felicidad, mientras esperamos que el ascensor-avión venga a buscarnos. En él, todo está tan inmaculadamente brillante que me cruzo de brazos para no tocar algo en un descuido. De todos modos no es necesario tocar nada; el ascensor de paredes de bronce y espejo al fondo, más que inteligente, es superdotado: no tiene botonera, solo un parlante y un teléfono para emergencias. En cuanto se cierra una seductora voz femenina pregunta: “¿A qué piso va, Sr.?” (parece que solo viajan señores), a lo que mi marido responde con su mejor impostada emisión: “Al pent-house, por favor”. El ascensor arranca y tengo que agarrarme para no caer sentada, estaba desprevenida; ahora sí dejo mi huella impresa en las impecables paredes.

Sube a velocidad literalmente astronómica hasta que frena, suavemente, y la voz informa: “Destino, Sr.” mientras se abre la puerta. Salgo apurada de ese bicho mecánico para encontrarme con sorpresa frente a un portal glamoroso pero universalmente conocido.

Mc Donald’s.

Sin entender nada, miro a mi marido esperando que él me pueda dar una respuesta.

—¿No estabas preocupada por el precio? Acá seguro vamos a poder pagar…
Trato de contestarle, pero las palabras no logran salir de mi boca.

—Mi amor, tuve miedo de que si te llevaba a algún lugar muy distinto de los que frecuentás habitualmente con los chiquilines te sintieras cohibida —alcanza a agregar antes que me de vuelta—. ¿Te enojaste?

Me voy. Apurada, furiosa, sin mirar atrás, caminando lo más dignamente que puedo aunque como pisando huevos, hasta que casi me caigo por una torcedura y me decido a llevar los zapatos en la mano.


Foto tomada de
http://laconcepcion.malaga.eu/opencms/export/sites/default/laconcepcion/recursos/fotos/galeria/categoria1/El_Jardxn_de_noche.jpg