jueves, 31 de diciembre de 2009

RUNAWAY

Aunque muy antiguo, el tren avanza a gran velocidad. Cuando entra al túnel el golpeteo metálico de las ruedas contra los rieles es ensordecedor. Cada tanto me asomo a una ventana y puedo ver los chispazos que, como relámpagos nocturnos, iluminan la negrura del túnel.

No puedo hacer otra cosa que caminar. El tren va lleno y yo voy de vagón en vagón. Las paredes de madera color verde esmeralda dejaron de reflejar la luz del brillante atardecer. Alguien prendió unos focos amarillentos, de vidrio arenado, descuidados, sucios de caca de mosca. Siempre me gustó viajar en trenes antiguos. Aunque los sé incómodos para trayectos como éste, me encantan sus asientos de finas varillas de madera barnizada y sus patas y posabrazos de hierro forjado.

Sigo caminando, recorriendo vagones; en algunos se me hace difícil avanzar porque hay mucha gente sentada en el suelo. Unos cuantos juegan a las cartas. También hay otros que duermen en los guardabultos de hierro, como si fueran literas de un inmenso camarote. Tengo la sensación de que los conozco a todos.



También a él lo reconozco. Lo examino detenidamente, es tan tan bonito. Tiene cara de gato, o mejor de tigre. Lo imagino salvaje. Sus ojos verde miel parecen adivinar todas mis fantasías del momento. Instintivamente bajo la vista, pero no puedo evitar sonreírme.

Sigo adelante, en busca de un espacio en que acomodar mi humanidad cansada de la larga caminata del día. A un costado una pareja se besa efusivamente. Quedo parada, prendada, mirándolos hasta que se dan cuenta.

Avergonzada sigo.

El vagón siguiente está pintado de color ámbar y los artefactos eléctricos son levemente distintos, aunque están igualmente sucios. Originariamente debió pertenecer a otro tren, pienso. Va más vacío. Me sorprendo al encontrar a la pareja del vagón anterior. Van sentados, serios, muy serios. Él lee un libro y ella mira por la ventana como viaja el paisaje a toda velocidad. Debo estar confundida.

Camino y camino. Sigo encontrando caras que me parecen ya vistas hasta que topo con mi Sandokán: el gatito de ojos verdes y perita castaña. Se me aflojan las rodillas, sonrío como una tonta. Veo que me habla pero no logro escucharlo.

De golpe me tenso porque acabo de comprenderlo todo: la tanta gente conocida, el tren que nunca acabo de recorrer, el paisaje interminablemente despoblado, el destino al que jamás llegamos.

Empiezo a correr, pero en sentido inverso, buscando a mis pares: los únicos. Paso los vagones avisando: “corran la voz, hay gente repetida”. Sigo apurada, dejando caos de pánico atrás. No hay tiempo que perder.

Entro a un vagón que me sorprende. Las paredes verde esmeralda reflejan la luz del brillante atardecer. La gente ya enloquecida grita, sacudiéndose unos a otros como si fueran prendas de ropa a tender. Dificultosamente trato de esquivarlos y seguir. Hasta que choco.

Conmigo.

PEQUEÑA BATALLA COTIDIANA

Los niños salieron de la cocina llorando a mares.

La madre, los ojos rojos, seguía trabajando.

Sobre la tabla, la cebolla vencida.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Bienvenido pibe!

Manón es pobre. Pobrísima. Vive en una casa gris y descascarada que heredó de sus padres. El jardín, luminoso, tiene el pasto my alto y lleno de malezas. De la mata de rosa mosqueta plantada por su mamá no queda ni rastro. Lo único entero y mantenido que tiene es el tejido de gallinero que lo cerca. Para que no se escapen los gatos.

Manón ama los gatos. Tiene veinticinco y recuerda el nombre de cada uno de ellos. Jamás se equivoca al llamarlos, aunque a simple vista o para el ojo no experimentado sean todos iguales: barcinos.

Vive por y para ellos: los cuida cuando están enfermos, los abriga cuando tienen frío y los vela, llora y entierra cuando mueren.

También los alimenta, y ése es su mayor problema.

El día que empecé a trabajar me advirtieron sobre ella:

—Vas a ver una mujer que usa mucha ropa, una cosa arriba de la otra: dos polleras, un gorro encima de otro, pantuflas con varios pares de medias y un tapado gris. Parece vieja. No dejes de vigilarla. Seguila siempre.

Después me explicaron que no era una ladrona común ni una descuidista de supermercado, de ésas ávidas de emociones fuertes que se conforman con robar alguna chuchería. No, Manón, aunque no parezca, es casi profesional, me dijo mi jefe, sistemáticamente roba comida y juguetes. Para los gatos.

Desde que la vi quedé seducido e intrigado por el secreto misterio de esa mujer de ajados ojos grises, transparentes.

Obediente a la primera orden no dejé de seguirla. La seguí hasta su casa y aprendí mucho sobre ella. Con el tiempo casi llegamos a hacernos amigos.Pero no pude evitar que robara. No pude. Ella empezaba a caminar entre las góndolas y como al descuido, mirando hacia otro lado, embolsaba paquetes de ración que escondía en los gigantescos bolsillos de sus múltiples sacos. Nunca supe como hacía para, sin mirar, elegir los más caros. Recomendé al supervisor que los cambiara de lugar, pero ni aún así pudimos engañarla.

Siempre compraba algo, barato, por lo que se liberaba de que la revisaran. Además nadie la hubiera tocado, ni a su ropa, ni se le hubiera acercado demasiado. Por el olor. Era tremendo.

En mi segunda semana de trabajo quise dejarla en evidencia. Claro, era “el nuevo” y quería hacer méritos. Ja! “el vigilante del mes”, idiota. Nunca pensé que la loca iba a ser mi derecho de piso.

—Señora, le voy a pedir que se saque el tapado y vacíe los bolsillos —le dije con la voz más segura e impersonal que pude, a la salida de las cajas.

—¿Cómo? —me miró indignada.

—Señora, sabemos positivamente que en el bolsillo derecho tiene un kilo de WHISKAS sabor salmón y en el izquierdo dos ratones a cuerda y una madeja de lana roja.

—Usted ¿me está acusando de algo? ¡Cómo se atreve! —y sin dejarme chistar agregó— ¡Quiero hablar con el encargado de la sucursal!

Cuando miré a mi alrededor, buscando apoyo, vi que el mundo entero hacía fuerza para no reirse. Llegó la encargada, taconeando apurada, y antes que Manón la viera me palméo la espalda y con la boca apretada me dijo:

—Bienvenido pibe!